Ni
ni siquiera hubo luto oficial en la corte de Tebas por la muerte de Menkure, el cual fue inhumado tras una breve ceremonia a la que tan sólo asistió Tuya como madre natural y su hija y hermana de sangre, Tía. En cuanto a Entumiré le estuvo terminantemente prohibido hacer acto de presencia; y pese a sus sollozos y súplicas tanto su madre Tanedyemy como el Dios Sethy I su padre excluyeron su presencia en el entierro por tratarse de un simple mortal. De las desfavorables consecuencias de asistir al infortunado sepelio de un ser que los dioses no habían designado como sucesor al trono de Amón también fue advertido Ramsés, quien como príncipe heredero detentaba ya un poder e independencia formidables, y por voluntad propia, haciendo caso omiso, resolvió acudir a depositar un preciado tesoro de joyas y armas con el deseo fraternal de que su hermano pudiera habitar con comodidad y protección en el reino de los muertos. Asimismo, y a petición de Ramsés, Najatamón elevó unas plegarias en favor de Menkure, dado que su padre Nebreterú tampoco pudo, ni era su deseó, asistir a un acto de tan escasa relevancia.
A la puerta de la tumba, cuando el ocaso comenzaba a adueñarse del día y las sombras de la noche competían con el aullido del chacal y el lúgubre canto de la lechuza, justo antes de colocar la última losa, Tuya depositó una gran lámpara de aceite y un brasero para que su hijo pudiera encontrar la luz y hallara el calor y el camino en la oscuridad de su nuevo hogar. Y arropada por el brazo de Ramsés, marchando de forma cansada, dejó gimiendo el lugar para siempre.
Menkure ni siquiera había sido inhumado en el Valle de los Reyes y tanto Tuya como Ramsés, sin comentarlo, juzgaron con amargura, que sus conquistas y batallas jamás figurarían grabadas en las paredes de los templos y palacios más relevantes, destinados sólo a preservar los nombres de los grandes faraones, reinas y demás celebridades, de las sucesivas dinastías del Imperio.
Naturalmente también yo, Nefertari, habría deseado asistir a la inhumación de Menkure, por supuesto, acompañada por su hermana y ahora mi gran amiga Entumiré. En cambio hube de concentrarme en consolarla y mantenerla en mi regazo durante las horas que tuvo lugar la ceremonia. Por otra parte, mi señor Dios Sethy I, asimismo progenitor del desgraciado Menkure, y a quien tuve la oportunidad de observar con detenimiento en tanto se solazaba durante los sangrientos fastos que nos obligó a presenciar mientras su hijo se consumía aquella espantosa mañana “triunfal”, no me pareció gran cosa. Desde luego tras una primera impresión pude constatar que no era un ser normal. De entrada descollaba por su prominente maxilar inferior; quijada que me recordó de forma inconfundible a las que había presenciado durante mi infancia en las vigorosas hienas carroñeras que mi padre daba muerte con el fin de ahuyentarlas de nuestra franja de caza. Reflexioné más a fondo y sopesé, que si de alguna forma aquel Dios resultaba tan sólo en un ápice parecido a una hiena, debía ser tan inteligente y taimado como aquéllas, por lo cual resultaba natural que disfrutara mediante el suplicio y sufrimiento de los seres mortales que lo rodeábamos.
Así pues la repulsión y el temor fueron creciendo y fortaleciéndose en mi interior, mientras meditaba qué sería de mí cuando me viera en manos de aquel ser sobrenatural. No en vano, me conocía demasiado bien y no podía pasárseme por alto que ante mi natural repugnancia no podría dominarme y mi reacción no sería otra que la de tratar de quitármelo de encima. Y la única forma que conocía a mi alcance para lograrlo quizá fuera… tratar de atentar contra su vida Pero ¿era posible asesinar a un Dios? Ya que con toda seguridad sería capaz de descifrar mis más íntimos sentimientos y conocer mis intenciones de antemano. Fue a partir de ese día cuando comprendí que mi suerte estaba echada; dejé de preocuparme por mi destino y comencé a odiar todo cuanto me rodeaba. La segunda persona que logró ganarse mi repulsa en un escaso margen de tiempo no fue otra que la reina Tanedyemy. La usurpadora que se había apropiado de los derechos de mi querida protectora Tuya, relegándola a un inmerecido segundo plano. Tanedyemy era una mujer de constitución débil, pero frívola y fría como un témpano de hielo. Yo jamás he visto el hielo, pero si conozco cómo debe de ser solo es debido a mi abuelo, quien fue soldado y a la vez sabio investigador a las órdenes del gran faraón “Ay,” quien solo gobernó durante cuatro años y a quien hoy todos rechazan porque alegan que llevaba el estigma del Hereje. La cuestión es que antes de morir me narró su viaje hacia el sur, al país del Punt, donde me aseguró que el oro afloraba de los mismos manantiales, y escaló a una altísima montaña en la que todo estaba apagado y hasta los dioses que la moraban dormitaban entumecidos durante siglos. Halló hielo en tales cantidades que comenzó a quedarse rígido y como pudo consiguió descender. A su vuelta Ay había muerto y el cargo de faraón lo detentaba el oscuro y pretencioso general Horemheb, quien lo relegó de su puesto y le hizo entregar todos los tesoros que consigo acarreaba.
De modo que si el Dios Sethy I no era un Dios que obraba el bien como en principio debía ser, y como tuve ocasión de comprobar su esposa Tnedyemy tampoco era justa ni buena mujer, acabé por entender que en el seno de la familia real las cosas no marchaban como era debido. Así pues, y muy a pesar mío alcancé una terrible conclusión: Seth, el Dios supremo del mal se había adueñado y establecido en el interior de las almas del faraón y su esposa, y por lo tanto, la situación en el vasto Imperio de Egipto se hallaba en un grave riesgo. A partir de ese instante mi determinación no fue sino tratar de restablecer un orden que descubrí se había truncado. Tal vez purificando su mal el Dios Sethy I, ahora un ser con el alma de Seth transformado en hiena, viéndose acorralado decidiera liberar su espíritu tornando el mal por el bien y restituyera como primera reina a mi querida Tuya. Aunque ¿Podría ser eso posible? Y ¿cómo?
Ni qué decir que merced a mi rango de vulgar mujer del harén, de cara a lograr mis propósitos, me encontraba en la peor de las situaciones y apenas intuía en qué forma podría ayudar. Ya que tampoco podía comentar con nadie lo que había desvelado bajo el grave riesgo de caer en las garras de Seth, amenaza que tenía la certeza se cumpliría el día en que el Dios poseído por la maldad se decidiese a tomarme.
Evidentemente al no declararse el luto oficial por la muerte de Menkure, el faraón y su indigna esposa organizaron un gran festejo al que, aunque yo me opusiera, todas las damas del harén estábamos obligadas a acudir y así sucedió.
El día designado para el evento los jardines de palacio se hallaban envueltos en una misteriosa bruma que provocó que su iluminación cobrara un matiz verdoso y espectral, pero en los salones y atrios las lámparas y braseros ardían cálidamente saturados por múltiples aromas a incienso y comida, en tanto el clamor de la gente al hablar resultaba como el murmullo incesante de una inmensa colmena. La gran sala hipóstila del palacio de Karnak se mostraba impresionante con las familias más prestigiosas de Egipto luciendo sus prendas más ricas y espléndidas.
Según iban llegando, el Jefe de heraldos del faraón, nombraba uno por uno los títulos de los invitados al acontecimiento, y cada grupo de personas se iban congregando en los lugares que les habían sido asignados.
En principio la afluencia discurría entre las altas columnas que se alzaban desde el suelo de baldosas azules, mientras los esclavos servían vino y selectos aperitivos. En un momento se hallaron reunidas las personalidades más influyentes de Egipto. Entre la gente destacaba la alta y enérgica figura de Paser, jefe del harén y guardia de las coronas del alto y bajo Egipto, conversando con él estaba el obeso escriba real Jety, acompañado por Pepy su delgadísimo hijo y Pentaur otro de los grandes escribas de la escuela dinástica; a su lado Qar un Juez del alto Egipto no cesaba de llenarse los carrillos de dulces higos rosas; más allá Senedjem, jefe de los decoradores de Sethy alababa la belleza de la sala, mientras Nefermaat divagaba un tanto perdido entre la multitud caminado junto a Menna el caballerizo personal de Ramsés. Mose un destacado abogado del reino se aburría en compañía de Nebreterú el Sumo Sacerdote, su hijo Najatamón, Kemena y Nebuenenef, un alto monje de Amón. Nykuhor, el médico real y su mujer departían a solas; Kahai Visir del norte y el sur de Egipto trataba de relacionarse entre los generales de la reciente campaña del norte y sus mujeres, donde también destacaba con su porte desgarbado el jovencísimo comandante Imen em Inet.
Más allá, cerca del trono, formando un círculo cerrado se hallaban cuchicheando los ministros más destacados del Imperio con sus esposas a un lado. Y como no, en un gran espacio reservado, separadas por sus respectivas titulaciones, se encontraban, suntuosas, las bellísimas damas del harén.
Sentada junto a un pilono, decorada con la corona de flores de loto me hallaba yo desolada, sin demostrar ni siquiera apetito. En ese instante el jefe de los heraldos anunció la llegada de la familia real y todo el mundo se apresuró a tomar asiento en sus respectivos lugares de acomodo, y en seguida pude oír mencionar las titulaturas del “faraón poseído por Seth” y su no menos infiel y malvada esposa, y a continuación de su hija y gran amiga mía Entumiré y Ramsés “el primogénito” ¡citó falsamente! Tuya y Tía condenadas al ostracismo, se hallaban en un lugar próximo a donde yo me encontraba.
Me di la vuelta dispuesta a descargar toda mi irá y malos agüeros sobre el nuevo usurpador y descubrí a un joven apuesto y elegante, portador de un semblante gentil y dolorido, con unos ojos que en su mismo interior contenían el destello y la sabiduría de los dioses, y que compartía la mano de su hermana con la comprensión y dulzura de un hermano fraterno. ¡Y por Osiris supe con claridad que la estirpe de los faraones estaba no sólo asegurada, sino protegida y en manos de un varón cabal e impecable! Su mirada limpia, tenaz, alcanzó a penetrarme durante un brevísimo instante y en aquellos enérgicos ojos claros descifré la decisión más intensa de abarcar al imperio más grande jamás forjado por los divinos dioses de la bóveda celeste.
Muchas mujeres, danzadoras consumadas, bailaron esa noche en honor del Dios Sethy I, yo no. Si por primera vez en mi vida recién cumplidos mis diez años me atreví a danzar delante de más de doscientas personas, fue con objeto de que tan sólo una captara toda mi atención. Sin duda pensé, que al hacerlo, las bazas de caer en las afiladas garras de “Seth” estaban firmemente apuntaladas, pero aquello ya no revestía la más leve importancia para mí. Al menos moriría juzgando que antes había rendido un postrero homenaje al hombre que en cuestión de segundos había abierto mi corazón y dejado volar mi amor en una sola dirección. Y sin duda mi baile, “la danza de Nefertari”, despertó admiración no solo en palacio, sino en el espíritu de los hombres más poderosos del Imperio que acudieron a felicitarme encendidos y admirados ante mi sutil despliegue de sensualidad, armonía y sobre todo, belleza. No obstante, mientras ejecutaba los pasos del baile, también pude apercibirme de los ojos de otra mujer firmemente clavados en mí; la esposa de Ramsés: Isis Nefert, ante la cual curiosamente jamás había sentido el más mínimo discernimiento de rechazo, si bien ahora, de pronto, fui consciente de que cada vez que me aproximaba al lugar donde Ramsés y ella se acomodaban, esos mismos ojos me miraban subyugados por un resplandor creciente de ira.
Al día siguiente dos guardias reales vinieron a buscarme al harén y supe que estaba perdida. El faraón me deseaba y había llegado el momento que tanto temía. Ben – Amat, mi única confidente y verdadera amiga en el harén me consiguió el veneno; se trataba de unos polvillos letales que deposité en el interior de una sortija. Partí cabizbaja a mi encuentro con los dioses; por lo menos el Dios poseído no podría tocarme ni disfrutarme jamás. Mi corazón pertenecía tan sólo a un ser, y por desgracia sólo conocería mi amor después de que todo hubiera sucedido; resultaba inevitable. En una la carta que puse en manos de mi querida amiga con la promesa de que sólo la facilitaría una vez tuviera lugar mi fatal desenlace, expresaba mis sentimientos al amor que anhelaba.
De pronto fui consciente y salí de mi estado de turbación. ¡No estaba en las dependencias reales sino en otra zona del palacio! Una puerta se cerró detrás de mí y mi corazón casi dio un vuelco, pues con asombro y un temblor expectante presencié la visión más maravillosa y a la vez conmovedora que haya presenciado jamás. Al fondo de la habitación, envuelto en una leve penumbra y sentado sobre una sencilla silla de ébano mientras degustaba una copa de vino estaba Ramsés, ¡hijo de dioses! contemplándome con la mirada más tierna y humana que haya experimentado en mi vida. De forma apresurada dejó la copa sobre una pequeña tarima, se levantó de la silla, y sin dejar un solo instante de devorarme con aquellos impresionantes ojos claros me tomó entre sus brazos y mediante una voz asentada y cálida, exclamó.
- ¡Bienvenida cabellos de fuego! ¡No sabes cuanto anhelaba este momento!
Yo lo miré a los ojos con dulzura. La realidad es que no había sido capaz de dejar de hacerlo un solo instante desde que entrara en la sala. Mi semblante iluminado por el resplandor de la luz de Osiris, más bello que nunca, dejó escapar una tierna sonrisa, y con cierta timidez… ¡Toda mi timidez! Respondí.
- Yo también… cariño.
Y nos besamos con la certeza en nuestros corazones que desde ese mismo momento estaríamos ya unidos para el resto de nuestras vidas…
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