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Predeterminado Memorias De El Cairo

Memorias de El Cairo

Tomás Alcoverro | 20/09/2013
Gamal Abdel Nasser había muerto en El Cairo, y yo acababa de empezar ilusionadamente mi aventura de corresponsal en Oriente Medio, basado en Beirut. Nunca he olvidado mi primera visión de El Cairo. Al desembarcar en el aeropuerto vi por vez primera la gran metrópoli egipcia. La ciudad con las luces apagadas sin apenas automóviles -era arriesgado circular ya que muchos grupos de jóvenes amenazaban al conductor del vehículo por no respetar el duelo, tenía un aspecto tétrico. Muchos faros de los coches estaban pintados de azul, debido a las últimas incursiones aéreas israelíes. Las sombras de las casas se hinchaban de pronto, por los parapetos o defensas de ladrillo levantadas ante sus puertas.

La muerte parecía habitar aquella noche en El Cairo. Era imposible avanzar por la gran estación de la plaza de Ramsés. Miles de muchachos yacían en los andenes, en los raíles de las vías del tren, llegados de todas las poblaciones del país. Centenares de miles de personas no durmieron aquella noche en la ciudad. Por los alrededores del Hotel Hilton, de la plaza del Tahrir, a lo largo de la avenida Ramsés, ya estaban cubriendo la carrera los soldados hasta que a las diez de la mañana del día siguiente llegase el cortejo fúnebre. La gente se había encaramado en farolas, árboles, a las cornisas de las casas. Cuatro millones de personas, quizá cinco, presenciaron el paso de los restos del Rais.

Nunca he olvidado mi primera visión de El Cairo donde mucha gente se empeñaba entonces en no aceptar la muerte del presidente. Durante varios días la capital vivió sin pulso, ensimismada en sus lamentos. Solo las Pirámides quedaron abiertas al público y fue también entonces cuando, casi a solas, pude visitarlas por primera vez.

Nasser hizo de El Cairo la capital de los árabes, cuya revolución quisieron imitar desde Bagdad a Tripoli. Egipto, la ‘Madre del mundo’ -Umma el Dunia- presumía ser un centro político internacional. ¿No se decía que los árabes no podían hacer la guerra a Israel sin Egipto, ni la paz sin Siria?

Cantantes como Um Qaltum, la Estrella del Oriente, cuyo multitudinario entierro también presencié atravesando la plaza del Tahrir, los filmes que se producían en los estudios de Guiza -Hollywood de los países árabes-, la música, la danza del vientre, la radio, como la famosa ‘Voz de los árabes’, realzaban esta nación milenaria y pobre, orgullosa y paciente, que pese a todos los esfuerzos de su impulso laico y modernizador, de sus veleidades socializantes, no dejaba de ser una sociedad profundamente conservadora, con más población rural que ahora, cuando la cuarta parte de sus habitantes viven hacinados en El Cairo, donde la Cofradía de los Hermanos musulmanes ya luchaba por el poder, y se defendía con las uñas de sus perseguidores.

Nasser urbanizó la plaza del Tahrir, cuyo famoso y desangelada mole del edifico de la Mogama fue un regalo de los soviéticos como la Torre del Cairo, de la CIA estadounidense, hizo avanzar las obras de la corniche o paseo del Nilo cortando los jardines de la embajada británica, antigua potencia colonial, fue también el dirigente árabe más popular con aquella frase inolvidable “¡Egipcio yergue tu cabeza¡”, adalid del Movimiento de los No Alineados, y de las organizaciones nacionalistas antiimperialistas, pero fue además un dictador, caudillo de un régimen políciaco, que arrastró a la humillante guerra con Israel de 1967 que tantas derrotas y catástrofes provocaron en estos pueblos.

El Cairo, aunque perdió los oropeles del trono del rey Faruk, al que muchos egipcios recordaban con nostalgia, las apariencias de un sistema liberal de partidos, de los bachauat o pachás, y de la prensa, sufrió el final dramático del cosmopolitismo de Alejandría, su mediterránea ciudad rival, capital de la Memoria, era una ciudad de costumbres tolerantes y de espejismos de occidentalización.

Las censura de prensa -una vez llamando por teléfono a María Teresa en Barcelona estoy seguro que nos cortaron la comunicación al no entender el catalán en que hablábamos- acabó con los diarios como Al Ahram, adaptándose después al nuevo orden imperante, y la ley del régimen militar prohibió los partidos políticos. Pero la censura, en cambio, apenas se metía en las películas cuyas imágenes en blanco y negro, sobre amoríos, vida alegre, aventuras de desenfadadas comedias musicales, con chicas ligeras de ropa, pícaros argumentos de hombres vestidos de mujer en plan jocoso, son ahora inimaginables.

Grandes danzarinas del vientre como la bellísima Carioca, como Naima Akef, protagonizaron filmes que triunfaron en las pantallas desde el Magreb al Machrek. La decadencia, la intransigencía de costumbres empezó en la década de los ochenta con la pujanza de los petrodólares y del oscurantismo religioso saudí. En mis viajes de aquellos años respladencían hoteles, restaurantes, salas de fiesta, desde la Sahara City cercana de las Pirámides hasta el Omar Khayam, un pequeño barco amarrado a la orilla del Nilo. Era dificilísimo encontrar una habitación de hotel, y todavía más difícil conseguir un taxi, uno de aquellos taxis humildes de fabricación local. Los salones del Hilton o del Semiramis, un hotel que tenía todo el encanto de la época colonial con su gran galería de columnas y su gran terraza sobre el río, acogían los jueves por la noche las bodas de postín. Por las calles las caravanas de coches de cortejos nupciales hacían sonar constantemente la bocina. Por la noche brillaban todas sus luces y apenas se podían contar los automóviles que todavía llevaban sus faros pintados de azul. El frente de la guerra solo estaba a unos cien kilómetros, en la carretera de Suez. Solo en los extremos y en la mitad de los puentes que atraviesan el Nilo, soldados con grandes cascos de acero evocaban aquella época ¨ni de guerra ni de paz¨ en que vivían los egipcios.

El tiempo ha ido desgastando los edificios de estilo europeo de mi barrio cairota, en torno a la glorieta de Tal El Harb, a la calle Kasr el Nil, donde antaño había tiendas con rótulos en francés como la Belle Jardinière. Durante muchos años frecuenté este barrio, con la pastelería y cafetería Gropi, la cafetería L’Americaine, la librería francófona ahora trasladada a Zamalek, porque allí estaban las oficinas de las agencias informativas UPI y France Presse desde cuyos télex -¡ah los olvidados télex!- enviaba las crónicas a mi periódico. Salas de cine en las que había visto algunas de las mejores películas de Chahine han cerrado o languidecen. El gran novelista y polémico escritor Alaa Awany, autor del Inmueble Yacubian, biógrafo del barrio, ha compuesto su elegía. Su decadencia comenzó lentamente con las inexorables olas de impetuosa religiosidad que fueron desplazando las costumbres occientalizadas, empujando sus elites a zonas residenciales o periféricas. Sobreviven algunos establecimientos como el restaurante Estoril, vetusto y angosto. El único restaurante boyante, testimonio de toda esta época sepultada, es el Café Riche con sus sufraguis sudaneses con turbante blanco y galabias ceñidas con fajas, que sirven con delicadeza sus platos de cocina árabe y europea, entre paredes colgadas de retratos de escritores, artistas y cineastas. El Riche tiene una salita cerrada con fotografías del Premio Nobel de literatura Naguib Mahfouz, que había sido uno de sus parroquianos. El famoso novelista sobrevivió a un ataque terrorista islámico.

Fue también aquí que un día del verano de 1952 Gamal Abdel Nasser, y los ¨oficiales libres¨, tramaron su golpe de estado contra la monarquía.
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"Madre de las madres,Ojo de Ra,Resplandeciente, Belleza que aparece, Señora de la malaquita"
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Estas 4 personas dan gracias muy sinceramente a ATOR por esta buena aportación o artículo:
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